La Reina de las Nieves -1
Había una vez un horripilante ogro que creó un gran espejo que hacía ver todo lo bueno y hermoso como feo y perverso. Era tanta su maldad, que hizo volar el espejo hasta lo más alto del espacio para dejarlo caer y quebrarse en millones de pequeños fragmentos de cristal en la Tierra. Si uno de esos fragmentos alcanzara los ojos de alguien, todo lo vería mal y si el fragmento se alojara en su corazón, este se volvería tan frío como el hielo.
Años después, en una gran ciudad llena de casas y personas, vivían dos niños muy pobres que tenían una gran amistad. Ellos eran vecinos y se querían como hermanos. La niña se llamaba Gerda y el niño se llamaba Kai. Sus padres habían construido en las ventanas de sus habitaciones unas enormes jardineras con los más hermosos rosales y deliciosos vegetales.
Gerda y Kai se pasaban el día sentados en sus sillas frente a la ventana contemplando los tallos que crecían repletos de vegetales y rosas. Sin embargo, ese deleite les era negado durante el invierno, cuando las ventanas eran opacadas por la nieve y las rosas y vegetales dormían congelados.
Fue entonces que la abuela de Kai les contó la historia de la Reina de las Nieves:
—Los copos de nieve son como un enjambre de abejas blancas y la Reina de las Nieves es la abeja blanca más grande de todas dijo la abuela—. En las noches de invierno, su enjambre vuela por toda la ciudad, se acerca a mirar por las ventanas y luego se congela en forma de flores.
Durante aquella misma noche, Kai se quedó mirando la nieve caer a través de la ventana. De repente, los copos se unieron unos a otros formando la blanca silueta de la reina. Deslumbrado por la belleza de la Reina de las Nieves, Kai abrió la ventana y una ráfaga de viento sopló fragmentos del cristal malvado directamente en sus ojos y en su corazón. Kai no volvió a ser el mismo.
El verano no tardó en regresar y con él los rosales y los vegetales, pero para Kai, el hermoso jardín en su ventana parecía hojas de espinaca hervidas. Entonces, tomó la jardinera con fuerza y la lanzó al vacío.
Su abuela y Gerda intentaron detenerlo, Kai les gritó enfurecido:
—¡No me importan las rosas ni los vegetales! Abuela, nunca quiero volver a escuchar tus historias, tampoco quiero jugar contigo, Gerda. ¡NUNCA MÁS!”.