El príncipe feliz -1

Por encima de la ciudad entera, encima de un pedestal, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba hecha de finísimas hojas de oro, tenía por ojos dos deslumbrantes zafiros y un rubí rojo en el puño de su espada.
al era la belleza del Príncipe Feliz que todo el mundo lo admiraba.

– Es igual de hermoso que una veleta, dijo uno de los concejales.
– Tienes que ser como el Príncipe feliz hijo mío. El nunca llora – le dijo una madre a su hijo que lloraba porque quería la Luna.
– ¡Parece un ángel! – decían los parroquianos al salir de la catedral.

Una noche llegó a la ciudad una golondrina que iba camino de Egipto. Sus amigas habían partido hacia allí semanas antes, pero ella se había quedado atrás porque se había enamorado de un junco. Decidió quedarse con su enamorado pero al llegar el otoño sus amigas se marcharon y empezó a cansarse de su amor, así que había decidido poner rumbo a las Pirámides.

Su viaje la llevó hasta ese lugar y al ver la estatua del Príncipe Feliz pensó que era un buen lugar para posarse y pasar la noche.

Cuando ya tenía la cabeza bajo el ala y estaba a punto de dormirse una gran gota de agua cayó sobre ella.

– Qué raro, si ni siquiera hay nubes en el cielo… – pensó la golondrinita

Pero entonces cayó una segunda gota y una tercera. Levantó la vista hacia arriba y cuál fue su sorpresa cuando vio que no era agua lo que caía sino lágrimas, lágrimas del Príncipe Feliz.
¿Quién eres?
– Soy el Príncipe Feliz
– Ah. ¿Y entonces por qué lloras?
– Porque cuando estaba vivo vivía en el Palacio de la Despreocupación y allí no existía el dolor. Pasaba mis días bailando y jugando en el jardín y era muy feliz. Por eso todos me llamaban el Príncipe Feliz.
Había un gran muro alrededor del castillo y por eso nunca ví que había detrás, aunque la verdad es que tampoco me preocupaba. Pero ahora que estoy aquí colocado puedo verlo todo y veo la fealdad y la miseria de esta ciudad y por eso mi corazón de plomo sólo puede llorar.

La golondrinita escuchaba atónita las palabras del Príncipe.

– Mira, allí en aquella callejuela hay una casa en la que vive una pobre costurera – dijo el príncipe – Está muy delgada y sus manos están ásperas y llenas de pinchazos de coser. A su lado hay un niño, su hijo, que está muy enfermo y por eso llora.
Golondrinita, ¿podrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Yo no puedo moverme de este pedestal.
– Lo siento pero tengo que irme a Egipto. Mis amigas están allí y debo ir yo también.
– Por favor golondrinita, quédate una noche conmigo y sé mi mensajera.

Aunque a la golondrina no le gustaban los niños, el príncipe le daba tanta pena que al final accedió. De modo que arrancó el gran rubí que tenía el Príncipe Feliz en la espalda y lo dejó junto al dedal de la mujer.

P/ Oscar Wilde

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