Cuento- El diente roto -2

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto —sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo, se citó el caso admirable del «niño prodigio», y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo.

Hasta el maestro de escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo.

Quien más, quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison, etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído por la tarea de su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto —sin pensar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y «profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto —sin pensar.

Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro, y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas, y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

Pedro Emilio Coll

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