Un ángel muy generoso – Una Navidad perfecta- 2

También Gabriel pidió a Claudio que le ayudara con los efectos de luz y sonido para el coro celestial. Y luego llegaron los querubines con sus mil peticiones, y otro montón de ángeles de niveles superiores con encargos tan importantes que Claudio no podía dejar de ayudarles. Y todo quedó tan perfecto y maravilloso, que los ángeles se felicitaban unos a otros muy satisfechos y orgullosos, y esa misma noche, la anterior al nacimiento, lo celebraron una gran fiesta.

Pero Claudio no pudo asistir, pues después de tantísimo trabajo, recordó que su propio encargo, el altavoz ¡¡aún no estaba ni empezado!!

Allí se quedó solo Claudio, trabajando a toda prisa en su altavoz, oyendo de fondo la música de la fiesta. Trabajaba con lágrimas en los ojos, sabiendo que no iba a llegar a tiempo, y entonces apareció a su lado el mismísimo Dios.

– Hola, mi querido Claudio, ¿qué haces aquí que no estás en la fiesta?
El angelito, avergonzado, solo mostró su altavoz a medio hacer y los ojos llenos de lágrimas.

– Ya veo. Sé que estuviste ocupado ayudando a otros, pero ¿no viene nadie a ayudarte?

– Bueno, están celebrando una gran fiesta y se lo merecen- respondió Claudio-. Han trabajado mucho y todo ha quedado magnífico. Además, no podrían ayudarme aunque quisieran, este invento es muy complicado.

– Hmmmm- fue lo único que dijo Dios mientras daba media vuelta. No
parecía especialmente contento.

Claudio estaba aterrado. Sabía que solo llegaría a tiempo si Dios decidiera ayudarle, pero se moría de vergüenza de pedírselo. Como si leyera sus pensamientos, Dios se volvió para decirle:

– Bueno, hazlo lo mejor que puedas. Pero sobre todo, que suene fuerte.

Claudio no tuvo tiempo. Era justo la hora cuando terminó de unir todas las piezas, y llegó a su sitio por los pelos, en el mismo momento en que Gabriel daba la señal para comenzar. El coro aclaró sus voces y, por un segundo, todos fijaron sus ojos en Claudio. El angelito los cerró, dijo una oración, y encendió el altavoz a toda potencia.

Claudio estaba aterrado. Sabía que solo llegaría a tiempo si Dios decidiera ayudarle, pero se moría de vergüenza de pedírselo. Como si leyera sus pensamientos, Dios se volvió para decirle:

– Bueno, hazlo lo mejor que puedas. Pero sobre todo, que suene fuerte.

Claudio no tuvo tiempo. Era justo la hora cuando terminó de unir todas las piezas, y llegó a su sitio por los pelos, en el mismo momento en que Gabriel daba la señal para comenzar. El coro aclaró sus voces y, por un segundo, todos fijaron sus ojos en Claudio. El angelito los cerró, dijo una oración, y encendió el altavoz a toda potencia.

¡BOOOOOOM!!

Una tremenda explosión sacudió el cielo, que se abrió para dar acceso a la tierra y transmitir el canto de los ángeles. Pero la fuerza de la explosión fue tan grande que se extendió como un terremoto y un huracán sobre la tierra, arrasando todo lo que habían preparado: el palacio se vino abajo y solo quedaron los restos de algunas paredes; el lugar apareció frío, incómodo, sucio y desordenado, e incluso los bellos vestidos de todos los que verían al niño volaron por los aires y quedaron hechos unos trapos.

En unos segundos, lo único que quedó de todo lo que habían preparado fueron las voces del coro celestial, y un destello brillante en el cielo, el del gran altavoz que ardía lentamente. Nadie en el cielo se atrevió a decir nada.

Solo miraban al avergonzado Claudio con pena y decepción, avergonzados ellos mismos por haberle dejado tan solo. Pero entonces nació el Niño, y en lugar del llanto que todos esperaban, una alegre risa inundó el cielo y la tierra. Una risa que se contagió a todos, y que les hizo saber que Dios estaba encantado con aquella preparación, mucho más pobre, pero hecha por Claudio a base de ayudar a los demás olvidándose de sus problemas.

Y como si esperasen que algo así fuera a suceder, los tres arcángeles susurraron para sus adentros: ‘Este sí que es el estilo del Señor. Todo ha salido perfecto.

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